La IA permite crear obras no solo desde una base de datos convencional, sino también a partir de su propio aprendizaje y de imágenes fusionadas aleatoriamente por el propio programa.
Se cumple un año de la polémica que desató la conocida obra de Jason Allen titulada “Teatro de la Ópera Espacial”, que saltó a la fama pública al haber resultado ganadora en un concurso de arte digital en Estados Unidos. La discusión se centraba en la muy escasa participación de su “creador” en la generación de la pintura, quien explicaba el proceso de producción a partir del uso de un poderoso software conocido como Midjourney. El programa permite, a partir de una descripción en texto, producir mediante algoritmos de inteligencia artificial obras extraordinarias utilizando combinaciones de miles de imágenes.
La IA permite crear obras no solo desde una base de datos convencional, sino también a partir de su propio aprendizaje y de imágenes fusionadas aleatoriamente por el propio programa. La obra parece ser el trabajo minucioso de un gran artista, pero en realidad son obras creadas en segundos. Para muchos, esta herramienta presagia la muerte del arte.
La obra de Allen es solo el punto de inflexión al que inevitablemente llegaríamos como resultado del avance exponencial de la inteligencia artificial y las maquinas de aprendizaje. Inclusive, es posible pensar en obras creadas a partir de fotografías tomadas al azar en ciudades o lugares naturales, en las que la intervención humana en el resultado es casi inexistente.
El asunto plantea, para la legislación de derechos de autor y para el sistema de propiedad intelectual en su conjunto, un cambio radical de paradigma. Hasta hoy, estas materias se han fundado en el principio de la existencia de un autor, o de un inventor, personas físicas, a los cuales atribuir el principio de paternidad de las obras, la calidad de autor, el derecho al respeto de la integridad de la obra y otros derechos morales que, se decía, se encuentran vinculados en forma indisoluble a la persona del creador.
Al desparecer el concepto de autor, la parte fundamental de la ecuación de la protección, que es el vínculo de un creador con su obra, desaparece, dejando una serie de preguntas fundamentales para la forma en la que hemos entendido la protección de la creatividad a lo largo de los últimos 5 siglos.
Hay que recordar que el propio derecho de autor no surgió en sus primeras manifestaciones como una protección al creador, sino como un mecanismo de tutela de la inversión para favorecer la diseminación cultural. Cuando fue creada la imprenta por Gutenberg, o mas bien, cuando inventó los tipos intercambiables que redujeron los costos de esta industria posibilitando el negocio de la venta de ejemplares de libros, la protección jurídica se dispensaba en la forma de monopolio de explotación a los impresores, a fin de asegurar la rentabilidad del capital apostado.
Tal vez, a la luz de la nueva forma de crear arte, debamos regresar al concepto de funcionalidad y hablar ya no de “un autor”, sino simplemente de un responsable o titular de derechos.
Así como la Propiedad Intelectual ha sobrevivido a desafíos tan grandes como las grabadoras de música, las fotocopiadoras o el propio internet, será necesario reinventar la disciplina desde sus postulados para flexibilizar el concepto de autor y empezar a construir soluciones funcionales bajo la perspectiva que ya anunciaba ‘2001 odisea del espacio’: las máquinas piensan.
Noviembre 30, 2022